Gastronomía

De la cocina a la gastronomía. La haute cuisine de Auguste Escoffer

De la cocina a la gastronomía. La haute cuisine de Auguste Escoffer

En la cocina, nuestro país ha sido extraordinariamente cambiante, con infuencias de lo más diverso. Desde la cocina ibérica —la más antigua cocina autóctona de España—, pasando por el impacto de las cocinas griega y romana, hasta la medieval, la visigótica, la germánica o la andalusí, que tiene un infujo muy obvio sobre todo en las cocinas andaluza y valenciana.
Tenemos unas raíces gastronómicas de las que estar orgullosos, aunque durante mucho tiempo nos sintiésemos inferiores. El problema es que durante siglos careció de imaginación, y eso se paga. Hasta fnales del siglo XVIII y principios del XIX, la diferencia entre la comida del señor y del vasallo estaba en la cantidad, porque como no había más formas de cocinar que asar, hervir, cocer, freír y guisar, los reyes comían igual que sus súbditos. Como ventaja, a los pudientes les permitían elegir, y si sus tierras eran ricas, podrían comer hasta hartarse, algo al alcance de pocos. La presentación en la mesa del señor también sería más cuidada, pero más o menos, ahí termi-
naban las diferencias. Todos comían los mismos productos elaborados con las mismas técnicas, todas sencillas. No había otras. Incluso es muy probable que en cuanto a calidad comiese algo mejor el labrador, porque por ese entonces tenían los problemas derivados de la gastronomía del kilómetro cero: la comida, que a lo mejor debía llegar al castillo en carreta, no estaría en sus cocinas igual de fresca que en la mesa del campesino que acababa de coger la lechuga de su huerta o el huevo de su corral.
Se comía sobre todo carne, en especial caza: una comida grasa, pesada, basta ver los recetarios españoles de la época. Los reyes y aristócratas tomaban tanta, que al fnal tenían una halitosis galopante, se les disparaba el ácido úrico y acababan con gota, como Carlos I y Felipe II en España.

Luego los gobernantes que viajaban a la costa descubrieron lo bueno que sabía allí el pescado, y decidieron que querían disfrutarlo también en sus cas- tillos o palacios, aunque viviesen sus buenos kilómetros tierra adentro. Que se las ingeniasen sus cocineros para hacer decente un pescado que llevaban a París a caballo desde Normandía o Bretaña. Así fue como, mientras la cocina en nuestro país apenas había evolucionado, a grandes rasgos Francia inventó la gastronomía en medio de una avalancha de reglas y en torno a las salsas y el pescado.

Para entonces hacía siglos que existían las salsas más básicas —que el gran cocinero Antonin Carême sistematiza—, pero en la belle époque empiezan a crearse específicas para los platos, como un «truco culinario de magia». Un pescado «podrido» no hay quien se lo coma porque no es palatable. En cambio, ese mismo lenguado a la meunière se puede tomar y estará buenísimo. O lo que hacía Auguste Escoffer, que fambeaba con bebidas alcohólicas los moluscos. Por suerte, desde que existe el transporte rápido y en frío, no se ha vuelto a hacer un fambeado forzoso, y hoy el meunière se hace con un lenguado en perfectas condiciones, porque pescado y marisco llegan a Madrid como a Galicia, y si no, están la acuicultura y las piscifactorías.

Esos nuevos modos de cocinar los alimentos refuerzan y relanzan la gastronomía porque dan con la manera de hacer comible algo que era comestible, pero que uno se comía a disgusto porque estaba «podrido» u olía mal. Y las novedades cambian el panorama de la gastronomía a escala internacional: poco a poco y por méritos propios, la balanza empezó a desequilibrarse a favor de la haute cuisine en todo el mundo.

Dentro de nuestras fronteras, las costumbres en la mesa habían cambiado hacia 1700, cuando muere Carlos II, último soberano de la Casa de Austria, y llega al trono el primer Borbón, que reina como Felipe V. Nieto del Rey Sol, Luis XIV, el nuevo monarca trae consigo cierta frivolidad versallesca a la mesa. España comienza a afrancesarse, igual que toda Europa.
Empieza a imponerse el criterio francés, y su gastronomía termina de consolidarse un siglo más tarde, cuando además en Francia aparecieron personajes como Carême, Brillat-Savarin y De la Reynière, y en cuestión de un visto y no visto los españoles decidimos que ninguna cocina está a la altura de la que se hace al otro lado de los Pirineos.
Para mediados del XIX, París era el centro del mundo y su cultura —cocina incluida— mandaba. En nuestro país, en la corte de los Borbones, era costumbre que los banquetes llevasen los menús en francés. Como decía Néstor Luján, a saber cómo de cuesta arriba se les harían las digestiones a los convidados super- vivientes de la guerra de la Independencia. Tanto luchar contra Pepe Botella para acabar comiendo petits pois a la française.

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