Relacionada con la lista de platos se encuentra también la cuestión de la confección de los menús. Aunque esta cuestión interesa fundamentalmente a los clientes, no deja tampoco de tener interés para los restaurateurs, dada la frecuencia con que se sirven hoy en los restaurantes banquetes y comidas colectivas.
La inmensa mayoría de los autores extranjeros estiman, con Brillat Savarin, que se debe comenzar por los platos más sustanciosos y terminar con los ligeros, aunque hay quienes, como el famoso Doctor español del siglo XVI Luis Lobera de Avila, disienten un tanto de esta opinión general. Dice Lobera de Avila en su “Banquete de Nobles Caballeros”: “Los manjares subtiles y muy fáciles de digestión se han de anticipar, salvo si estos manjares diferiesen poco, que desta manera deberían los manjares gruesos preceder a los subtiles”. Por lo demás, a diferencia de los antiguos menús que, en todos los países, eran generalmente apretados y muy extensos, los de hoy son reducidos y confeccionados a base solamente de dos o tres platos e incluso de uno sólo, aunque en algunas regiones españolas como la mía, la vasca, tampoco son toda vía demasiado raros los de seis y ocho, aunque, eso sí, allí se sigue a la letra, consciente o inconscientemente, el dicho aquél del repetido Paul Rebour de
que un menú es una sinfonía en que el color debe tener también su parte… Por lo que se refiere a los vinos que han de acompañar a los platos, hoy,
gracias a Dios, ya se va aprendiendo en España algo de esta ciencia, pues constituye indudablemente una verdadera ciencia la de saber ligar y armonizar debidamente los manjares y los vinos, aunque todavía en la misma Francia, que como en otros muchos particulares relacionados con la gastronomía se halla también en éste a la cabeza de todos los países, se discute, e incluso apasionadamente, qué vino o vinos han de acompañar a algunos platos como, por ejemplo concretamente, el fois.
Es más, hoy se advierte que se puede beber en una comida un sólo vino –el champaña, por ejemplo– y, en todo caso, uno que ligue bien con el plato principal de ella, con la particularidad de que actualmente hay quienes, en Francia, dando de lado los vinos viejos, se inclinan por los “jóvenes”, por así decirlo, por estimar que los vinos adquieren ya a los pocos años la plenitud máxima de sus cualidades olfativas y gustativas.
Pero, en fin, y sea de ello lo que fuere, lo que no ofrece duda es que el vino, al igual que el hombre, tiene también su juventud, su edad madura y su vejez.
De todas suertes, en materia de armonización de platos y vinos no se puede olvidar la advertencia de Curnonsky, de que hay que procurar que el vino ligue no sólo con el plato correspondiente sino también con el que vaya a acompañar al plato siguiente de la comida.
Volviendo a la lista de platos diremos que las denominaciones que figuren en ella han de ser reales y corresponder exactamente a platos auténticos. Es molesto que en la lista figure, por ejemplo, bacalao al pil-pil, y que luego el plato que como tal bacalao al pil-pil se sirva sea ligado, como ocurre muchas veces incluso en el mismo país vasco. o que figure en la lista lenguado, y nos sirvan gallo, o que figure langosta y nos den rape.
La sustitución del lenguado por el gallo, desde luego, es la más frecuente. Sobre todo, en los banquetes de numerosos comensales. ¡Cuántas veces hemos recordado, durante este mismo año, aquel conocido artículo de José Pla titulado “Los lenguados”, en el que el gran escritor y gourmet catalán nos hablaba de que, a su juicio, hay en el mundo más gente que come lenguados que lenguados hay en el mundo!.
Por lo que se refiere al rape, nosotros nada tenemos en contra de dicho pescado, que en el país vasco llamamos sapo del mar, pero sí que nos lo sirvan, por ejemplo, como langosta, como les sirvieron en cierta ocasión en un conocido restaurante de esta ciudad de Barcelona a unos amigos nuestros donostiarras, armadores de buques, quienes por tal motivo organizaron en el establecimiento la “marimorena” del siglo.
Por cierto que fueron los catalanes, exactamente los catalanes que durante la última guerra civil vivieron refugiados en San Sebastián, los que nos enseñaron a los donostiarras a comer el rapé, con la particularidad de que hoy, en toda Guipúzcoa, es un pescado realmente apreciado, hasta el punto de que uno de los restaurateur donostiarras más destacados, en una interview que le hicimos en vascuence hace aún pocos años, nos decía que, para él, el sapo “uretik atera berria bada, arrai guziz ona da”, esto es, que “si es recién sacado del agua, es un pescado excelente”.
Desde luego, cuanto acabamos de exponer con referencia a la falsificación de los platos es aplicable también a la de los vinos. Y no digamos nada si la falsificación está basada además en aguarlos. Ya incluso con relación al vino natural y no aguado se ha dicho nada menos que “si el vino perjudica es por el agua que lleva”.
Finalmente, un tema gastronómico más o menos relacionado con la institución de los restaurantes, y que resulta siempre de actualidad, es el relativo a los brindis. La mayoría de os gastrónomos condenan los brindis, y entienden que el comensal que desee decir algo serio, debe hablar antes de dar comienzo la comida.
Hace ya más de cien años que Rementería y Fica escribió que los brindis suelen no admitirse en algunas mesas de gente fina. Y Curnonsky, el Príncipe de los Gastrónomos franceses, decía en un artículo que publicó en una revista de París el año 1956, pocos meses antes de su muerte, que el señor que en una comida íntima pronuncia un discurso o cuenta una historia grave y seria, es un ser indeseable.
El ex-ministro galo Schuman contaba en cierta ocasión que un buen día se encontró un francés en un descampado con un león hambriento, escapado del circo. Y que el francés le dijo: “Mira, león: puedes comerme si quieres, pero has de saber que estamos en Francia, y que en Francia después de comer
hay que pronunciar necesariamente un discurso”. Y que el león, al escuchar estas palabras, se rascó la oreja y, dando media vuelta, se alejó mansamente.
Y pasemos ya al tema general propiamente dicho de la conferencia. La institución de los restaurantes se halla, naturalmente, íntimamente relacionada con la gastronomía, hasta el punto de que pudiéramos asegurar que constituye hoy la esencia de la misma.
Con relación a la gastronomía –antítesis, según se ha dicho humorísticamente, de la filosofia alemana–, recordemos ante todo aquellas palabras del Arcipreste de Hita de que por dos cosas trabaja el hombre: por haber mantenencia y por haber juntamiento con fembra placentera, y también la divisa de los viejos vikingos: “Sin comer y beber nadie se cubre de gloria”, así como el verso aquel tan expresivo del Poema del Cid alusivo al bienestar físico que se siente después de haber comido: “Bermejo viene, ca era almorçado”.
Lo que hay es que actualmente el concepto de la gastronomía es muy amplio. Así se ha dicho, por ejemplo, que la gastronomía no comprende al presente únicamente la alimentación y las bebidas, y que en el sentido que modernamente la entendemos es nada más y nada menos que el gozo de vivir, sin que exista otro arte más nuestro, más familiar y más necesario.
Pero dando un poco de lado este amplio concepto, diremos que la base de la gastronomía es a su vez la cocina, la cocina que es ciencia y además, como hace notar Raymond Oliver, arte y magia.
Por otra parte, es patente que la gastronomía se halla íntimamente relacionada con la civilización, habiéndose llegado a afirmar en nuestros días, quizá con alguna exageración, que casi podrían medirse los grados de la civilización de los pueblos, y aún de los individuos, ateniéndose a la importancia que conceden a la gastronomía.
Se halla conforme con esta aseveración aquella otra afirmación de Julio Camba: “Yo entiendo por civilización el arte de conversar, de hacer un menú, repetimos, de hacer un menú; de entrar en un salón, de ofrecer unas flores o unos cigarros, de hacerse la corbata, de oir una ópera”.
Desde luego, la aplicación práctica de la ciencia a la que nos hemos referido anteriormente, relativa a la armonización de los manjares con los vinos, es indudable que, además de inteligencia, gusto y experiencia, requiere y exige también cultura.
Con referencia a esta aplicación práctica de la ciencia del maridaje de los manjares con los vinos, recordemos este certero consejo de Schraemli: Escoge los vinos con el mismo esmero con que se elige la mujer; en ambos casos te ahorrarás disgustos y dinero”.
Y a propósito de los vinos en general. Dando de mano aquel ingenioso dicho de un autor anónimo francés de que “no hay nada comprable con el
gozo del hombre que bebe, sino es el gozo que siente el mismo vino al ser bebido”, y también aquella acertadísima observación que se contiene en “La Celestina” de que el vino “no tiene sino una tacha: que lo bueno vale caro y lo malo hace daño”, permitidme que os lea unas breves líneas, poco conocidas, del filósofo y pensador vasco Miguel de Unamuno. Fueron publicadas el año 1888 en el periódico donostiarra “La Voz de Guipúzcoa”, y, literalmente, dicen así: “El vino rompe la capa que nos forma la miserable lucha por la vida, capa de hipocresía, y se ve a través de él, como a través de cristal limpio, el fondo del alma desnuda; Desata los lazos del disimulo; las penas se secan y caen como costra sucia, y reverdece fresca la alegría que Dios amasó en nuestra alma con la tristeza”.
Diríase que todo cuanto antecede constituye una manifestación patente de la supuesta concepción materialista de la vida que parece ofrecer la gastronomía. Y así, hace cuatrocientos años, nada menos que el P. Granada escribía: “Todo lo que Dios crió en este mundo para gloria suya, han ofrecido los hombres a los antojos de su locura. Pues ¿qué diré de sus aguas de olores, de sus perfumes, de sus vestidos, de sus labrados, de sus potajes y diferencias de guisados, de que están, por nuestros pecados, no solamente escriptos, sino también impresos libros? –Parecen referirse estas últimas palabras al Libro de Guisados, de Ruperto de Nola.– ¡Tanto ha crecido la desvergüenza y el regalo!”.
Pero, aparte de que este texto es muy anterior al segundo Concilio Vaticano, diremos que nosotros compartimos y suscribimos íntegramente los conceptos y las palabras que figuran en el prólogo de un manual anónimo de cocina, quizá traducción del francés, y que fué editado en esta ciudad de Barcelona hacia mediados del siglo pasado.
“Si el Autor de la naturaleza –se dice en dicho prólogo– se ha mostrado tan grande dándonos tanta diversidad de alimentos; si nuestros campos, nuestros mares y nuestros bosques nos ofrecen sin cesar inagotables frutos de su seno, hagámonos dignos de esa infinita variedad de productos que nos ofrece la madre tierra: asistamos agradecidos a ese suntuoso banquete que nos ofrece el Creador, bendiciendo, al par que su munificencia, las maravillas de la creación. El hombre que se sienta delante de una mesa espléndida, necesariamente debe confesar la omnipotencia divina, y el que lleva a su boca los manjares que el arte o la inteligencia ha revestido de los sabores más delicados, después de alabar a Dios, origen de todo bien, debe ensalzar el poderío del hombre que llega a adelantar a la naturaleza reuniendo en un solo alimento los gustos, los aromas, las sustancias esparcidas en varios alimentos. Nada más seductor, que una mesa bien provista y mejor servida; los asistentes, llenos de beatitud, levantan sus ojos humedecidos al cocinero, autor de aquellas maravillas y en su gratitud lo elevan con su corazón a la esfera de los semidioses”.
Se alude con frecuencia, aunque no tanto actualmente, en la literatura gastronómica, a la supuesta baja calidad de la cocina española. Esto de la baja calidad de nuestra cocina es totalmente inexacto, sobre todo por lo que se refiere a la cocina española del siglo actual. Y es que hoy nuestra cocina, y, claro es, su manifestación más genuina constituída por los restaurantes, se halla a la altura de las mejores extranjeras, a excepción únicamente, si acaso, de la francesa.
Pero, aun con anterioridad al siglo XX, tampoco era como para ser tan menospreciada como lo ha sido en la literatura gastronómica principalmente extranjera.
Basta tener presente, por ejemplo, a este respecto solamente la calidad –repetimos, la calidad, y no la cantidad– de las obras escritas y publicadas en España con anterioridad al siglo XX relacionadas con la gastronomía y que constituyen indudablemente un fiel reflejo de la bondad de nuestra cocina.
Entre los autores de tales obras merecen especialísima mención Arnaldo de Vilanova, Ruperto de Nola y Enrique de Villena; Luis Lobera de Avila y Diego Granado; Martínez Montiño, Juan de la Mata, Altimiras y Hernández de Maceja; el Doctor Thebussem y García Serrano; Angel Muro, José de Urcullu… Pero es que además la mayor parte de nuestros autores clásicos dramáticos tienen en algunas de sus obras referencias de sumo acierto e interés de la cocina española, y también algunos poetas –el Arcipreste de Hita y Baltasar de Alcázar, por ejemplo–, así como numerosos prosistas, y entre ellos, el Arcipreste de Talavera, el gran filósofo y humanista Juan Luis Vives, autor de unos primorosos “Diálogos” de fondo coquinario; Fernando de Rojas, Cervantes, Francisco Delicado y Bernal Díaz del Castillo.
Y a propósito de estos últimos escritores. Es muy frecuente que en las antologías relacionadas con la literatura culinaria se incluyan textos de “La Celestina”, de Fernando de Rojas; del “Quijote”, de Cervantes, y de “La Lozana Andaluza”, de Francisco Delicado; pero no hemos dado todavía entre esos textos con ninguno de la “Conquista de la Nueva España”, de Bernal / Díaz del Castillo –escritor tan admirado por todos los amantes del estilo literario llano y sobrio–, a pesar de que en su aludida obra “Conquista de la Nueva España” se encuentran varias páginas deliciosas en que se describen los banquetes, de cocina española, dados en Méjico el año 1538 por el Virrey Antonio de Mendoza y el Marqués del Valle.
Nada tiene de extraño que España, con estos antecedentes de los siglos precedentes, se haya situado en nuestro siglo XX, lo mismo en cocina y literatura con ella relacionada que por lo que se refiere a los restaurateurs, jefes de cocina y de comedor, cocineros y camareros, a la altura de los paises extranjeros más adelantados.
Desde luego, y por lo que se refiere (concierne) concretamente a nuestros Jefes de cocina y de comedor, cocineros y camareros, podemos afirmar rotundamente que la mayoría de los actuales reúnen cumplidamente aquellas condiciones que Enrique de Villena, siguiendo el Código de las Partidas, previene en su “Arte Cisoria” que “han menester” los oficiales del Rey que “han de servir en comer e en beuer”, a saber: ser leales, entendidos, discretos, “non cobdiciosos”, ni envidiosos ni “yrados”, y además apuestos y limpios.
Una anécdota antes de terminar.
Un amigo nuestro, tan buen católico como gastrónomo, nos dijo en cierta ocasión: “Un día compareceré ante el Padre Eterno, y El me preguntará: dime, ¿has cometido tales y tales pecados? Y yo le contestaré: sí, Señor; yo he sido un gran pecador, pero a pesar de ello lo que yo no he hecho nunca es una cosa: despreciar nuestras obras maestras; despreciar, por ejemplo, los restaurantes y las comidas y bebidas que en ellos se sirven”.
Y todos los presentes nos sumamos gustosamente a sus sabias palabras. Terminamos. Marius Richard, de la Academia de Rabelais, de Francia,
escribía hace unos años, más o menos literalmente, lo que sigue:
“Hoy son innumerables los restaurantes en todas partes. Restaurantes de lujo, en que la decoración de la mesa busca a armonizarse con la cocina; restaurantes en que las sombras de la historia discurren por entre las mesas; restaurantes en que aún nos atraen los festones, los astrágalos y los terciopelos de la bella época; cervecerías en que el tufo ácido de la choucroute se mezcla con el fuerte olor de la cerveza; tabernas sobrecargadas, por así decirlo, del vapor de las salsas; restaurantes a la moda en que se advierte algo de la elegancia de los salones de las modistas”. Y añadía: “Estos restaurantes comienzan a ser más o menos como la imagen de las fortalezas donde se gastan los últimos cartuchos de la gastronomía tradicional, cara al asalto de los snack-bars”. Y terminaba diciendo: “Hay muchas probabilidades de que, en un futuro más o menos próximo, los veamos nosotros mudar de marco y, posiblemente, de espíritu…”.
Marius Richard, que escribió estas lineas hace diez o doce años, ha resultado incuestionablemente un profeta. Lo que hay es que las novedades futuras que anuncian los profetas, y sobre todo para las personas de cierta edad como nosotros, suelen ser generalmente, como sucede en este caso, un tanto desalentadoras…
Nada más.
Antonio Arrue, Apología del restaurante
Conferencia pronunciada en el Palacio de las Naciones, de Barcelona, con motivo de la celebración de la Convención Internacional de la Cocina Española