El mundo antiguo, del que somos herederos, nos muestra cómo en Grecia y Roma el momento de la comida, se celebraba siempre en común, era uno de los ejes de la vida social, y aunque el griego symposio y el banquete romano presentaban ciertas diferencias, no dejamos de observar esa vinculación que tenían en el mundo antiguo el disfrute de la buena mesa y la socialización. Platón definiría extraordinariamente este momento de común disfrute: Espontáneamente, los buenos van a comer con los buenos – Pl., Smp., 174B-. Comer en soledad, para el hombre mediterráneo antiguo, representaba la deshumanización hasta tal punto que la ausencia de sociedad le hacía igual, por tanto, a las bestias, como consideran y señalan Séneca y Plutarco -Sen., Ad Luc., 19, 10; Plut., Mor., 132A-. Así, el sentido de compartir/gozar/alimento/humanidad se entrelaza en la cotidianeidad del hombre mediterráneo y daría forma desde hace siglos a decenas de estilos de comida. Y muy posiblemente el fenómeno de la tapa, si bien adaptado a otras formas de vivir, encuentre raíces históricas más antiguas de lo que estimamos.
La historia de la alimentación en Roma nos cuenta cómo había dos formas de comer, y ambas excelentes en diversos aspectos, implicando en cualquier caso disfrute y compañía, con una diferencia social importante que implicaría la distancia entre élites y plebes. El primer caso sería el de las élites, cuya comida principal se desarrollaba al acabar las ocupaciones cotidianas, y que suponía invitar o ser invitado en casas de amigos y familiares o incluso simplemente conocidos. En estas comidas más cuidadas, suntuosas en muchos casos, había un primer elemento que será sobre el que gire esta posible similitud, que conocemos como gustativo. Era el aperitivo, que estaba compuesto por entremeses variados, a veces picantes o estimulantes del apetito, y que se acompañaba de vinos aromatizados, del tipo del actual vermú. Este primer encuentro con la comida servía para abrir el apetito sin saciar, y era la primera fase de la cena de las élites. En los banquetes más selectos, los aperitivos eran de más calidad y también estaban mejor seleccionados. Ateneo retrata uno de estos aperitivos: se sirvió una ronda de aperitivo antes de la cena, como se acostumbraba, y tomaron tiernas malvas, calabazas, setas, chirivías, trufas, ortigas, espárragos, caracoles, nazarenos, tordos, papafigos, mirlos, sesos de cerdo –Aten., Deipnos, 2, 58C-66C-. Los aperitivos romanos eran variopintos, numerosos y muy originales, y entre ellos observamos muchos productos vegetales, algunos encurtidos y ocasionalmente carnes como aves y alguna porción de cerdo. El escritor Lucilio incorporaría a sus aperitivos productos del mar, y así: Yo los invitaré a comer, y a su llegada les serviré sendos vientres de atún y cabeza de acarna como aperitivo –Luc., Sat., 1, 27, 49-50-.
Estos aperitivos eran una costumbre que hacía extensa incluso a las más altas instancias, y hasta la familia imperial disfrutaba de ellos. Lampridio, uno de los escritores de la Historia Augusta, habla de la tanda de aperitivos que, para abrir boca, se hacía preparar Heliogábalo –SHA., Heliog., 29-. Si bien el aperitivo, o gustatio, en Roma no eran exactamente el estilo de comida que representa la tapa, bien podrían llamarse los primeros antecedentes, piscolabis y entretenimiento previo a la comida, que, presentados en pequeñas cantidades, servían para estimular el apetito a esa terrible hora en la que inevitablemente se hace necesario comer. Una de las claves de este aperitivo eran las aceitunas en salmuera, comunes a todo tipo de comidas y que se destinaban a todas las clases sociales. Se preparaban numerosas variedades, con diferentes aliños y técnicas de corte (aplastadas, rajadas). A Ateneo le gustaban especialmente las kolymbádes, y también, como aperitivo, los nabos encurtidos en vinagre con granos de mostaza, además de las que llama ensaladas agrias –Aten., Deipnos, 133A; 133B-E. Y un producto más que no nos es ajeno al tapeo actual, que son las almendras, cuya misión como señala igualmente Ateneo, era incitar a comer y beber –Aten., Deipnos., 52C-.
En cuanto a los aperitivos de los estratos sociales más sencillos, existía una versión diferente – y naturalmente, más económica-, como sucedía con el resto de la comida. Marcial nos cuenta que para los menos afortunados había vulgares lechugas de Capadocia y pesados puerros… y atún oculto bajo rodajas de huevos –Mart., Sat., 5, 78, 3-5-. Pero, sobre todo, para este grupo, estaban destinadas las comidas en la calle. Como no disponían de viviendas para poder hacer aquellas invitaciones formales y con numerosos invitados, estaban abocados a comer fuera del hogar comidas preparadas por vendedores ambulantes que pregonaban la mercancía, a consumir directamente o bien adquirir y llevar a casa algún tipo de platos cocinados. La cuestión es que en las calles de Roma bullía la vida, en ellas se desarrollaba la auténtica vida: en los locales se vendían alimentos de todos los precios, se despachaban desde diversas carnes a las omnipresentes y económicas aceitunas, y en las freidurías se hacían buñuelos dulces y salados -Mart., Epigr., 7, 61-. También se podían adquirir panes recién hechos y embutidos, así como diversos tipos de queso, guisotes o bien el tradicional, barato y saciante puls… pero eso ya no era un aperitivo. Adquirir comida, tomar un bocado o ir a estos lugares, era una forma popular, barata y vulgar de comer en Roma, que, como señala Marcial no era precisamente la más apreciada por los elegantes. El poeta habla de los vendedores ambulantes del otro lado del Tíber que vendían garbanzos en remojo y salazones, y en cuyas calles los cocineros, roncos de tanto pregonar, anunciaban las humeantes salchichas en las cálidas tabernas –Mart., Sat., 1, 41-.
Pero estos espacios públicos romanos en los que tomar un bocado, no fueron los primeros establecimientos para dispensar comida y bebida. Encontramos antecedentes directos tanto en Grecia como en Egipto. En el primer caso, Aristóteles recoge que Diógenes el Cínico contraponía las austeras costumbres espartanas con las concurridas y licenciosas tabernas de Atenas, dos sociedades diferentes con distintas costumbres, sin duda –Arist., Rhet., 3, 10, 4-. En el caso de Egipto, es Estrabón quién nos relata los detalles de este tipo de establecimientos, trasladándonos a la zona entre Cánopo y Alejandría, en los que se podía encontrar comida, bebida y compañía, y donde hombres y mujeres bailaban juntos –Strab., Geog., 17, 1, 16-17-.
Almudena Villegas Becerril, en “Tapas, avisos, incitativos, llamativos… gollerías”, Revista Española de Cultura Gastronómica, Real Academia de Gastronomía, 2023