Leoncio era hermano de Florencio y Rafael, en el pueblo eran los Corrales y los tres asaban cordero. Florencio en la calle Isilla, donde sigue, Rafael en una semi esquina al otro lado de la carretera de Madrid y Leoncio bajo los soportales de la Plaza Mayor, cerca de la tienda de los Seijas. El primero en un local amplio y profundo con el comedor al fondo que alcanzó renombre, en el que el horno castellano compartía espacio con el mostrador de la carnicería. El de Leoncio era angosto y se manejaba en dos alturas: el tajo del carnicero y el horno en la planta baja, cuatro mesas de madera lavada jalonadas por bancos de la mima hechura, en las que sólo servían cuartos de lechazo -siempre busquen el delantero; menos chicha pro mucho más jugoso- y ensalada, en el primer piso. Un día acompañé a mis padres y un amigo médico, que al salir miró a Leoncio y dijo por lo bajinis, “este hombre está muerto, miradle el color”. Maldito agorero. Su ausencia cambió el paisaje de la Plaza Mayor; no recuerdo bien si lo sustituyó el estanco o la farmacia.
Todos hemos vivido, vivimos y de darse el caso viviremos entre dos tiempos; a cada quien los suyos. Ya que estamos, me tocó el tiempo del cordero como carne de temporada, el de la plaga de los asadores castellanos y ahora el de la reivindicación de la oveja. Entre unos y otros también viví el tiempo del olvido, esa especie de muro negro y silencioso que separa la cocina de cercanía de la del boato culinario, que viene a ser el relato fantasioso de lo que nunca llegó a vivirse, o a comerse. El universo foodie, construido sobre guiones calcados de los hermanos Grimm, quiere que el sultán comiera cada tarde corderos recién nacidos y los personajes de sus cuentos festejaran su felicidad con nubes de perdices.
Conocí el lechazo como carne exclusiva del final y el principio del año. En la tierra de mi familia llaman lechal y lechazo al cordero de leche, que nunca ha consumido pasto, sacrificado con menos de un mes de vida. Para evitar que comiera hierba, los pastores iban al campo con mantas y capazos para alejar de la tentación a los animales recién nacidos, a la espera de la vuelta de su madre. Solo leche, y si era de dos madres -cordero de dos leches-, mejor que mejor. Era cuando las ovejas acostumbraban parir por imperativo natural entre mediados de noviembre y medidos de diciembre. Las machorras escapaban de la norma lo que las empujaba camino de la olla.
No había otra. El cordero lechal, menudo y de carnes menguadas, era una historia navideña. No había el resto del año. En las casas con posibles, como la del bisabuelo -tuvo tierras y fundó empresas en el pueblo hasta que otro bisabuelo, el de un amigo periodista, hizo las Américas con los depósitos de su banco escondidos en un baúl-, se apartaban tres corderos para las grandes fiestas del año: Navidad, Pascua y la cosecha de verano.
El cordero navideño pesaba cinco o seis kilos y se asaba rindiendo honor a su ternura y tibieza de sabor. Se sazonaba el interior antes de frotarlo con un poco de manteca de cerdo (la parte de la piel se sala al final, para evitar que la sal provocara ojos) y se asaba en horno de leña. El calor y los tiempos se regulaban acercando o alejando la fuente con el cordero a la brasa: primero más lejos, propiciando una cocción lenta y luego cada vez más cerca, hasta tostar la piel. Aprendí que el vino blanco servía para enmascarar el sabor bravío que distingue al cordero recalentado, que la capacidad de los hornos no es infinita y que se necesitan dos horas y media para un buen acabado. Todo lo que exceda a la capacidad del horno es recalentado.
Un día llevé a mi madre a El Torreón, un viejo y minúsculo asador que había cerca del castillo de Peñafiel. Solo asaba bajo reserva, hasta cubrir la capacidad del horno. También lo hacían en Las Cubas de Arévalo, en El Nazareno de Roa o en el Mannix de Campaspero. Me hablaron de otros, pero no los conocí. Llegamos al Torreón, entretuvimos la espera con algo de chorizo y a los treinta minutos teníamos el lechazo en la mesa. Mi madre lo probó, contrajo el gesto, dejó caer una lágrima, se enjuagó el ojo y dijo: “me sabe como cuando era pequeña”. Había comido cordero recalentado la mayor parte de sus 70 años. Pocos han probado hoy un lechazo recién asado.
Tomás Urrialde, el maestro asador segoviano, me contaba la historia de Domingo de Pedro, carnicero de Valleruela de Sepúlveda, que asaba los lechazos de Cándido hasta que este tuvo su propio horno y luego adiestró a los asadores del mesón. Para entonces, el maestro Domingo había quedado ciego y asaba y enseñaba a asar de oído. Acercaba la cabeza a la boca del horno y daba órdenes según el ritmo con que crepitaba la carne en el horno.
El cordero es un símbolo para las tres grandes religiones que ocuparon occidente. Musulmanes, judíos y cristianos coincidieron en convertirlo en objeto de culto. Antes de ser alimento, fue carne de ritual. La cocina es una historia de preceptos, religiones y conciencias. Comemos según hemos ido creyendo, incluso después de que se nos fueran las creencias. Más en tierras en las que pugnaron, convivieron y se enfrentaron las tres grandes religiones, hasta compartir la misma digestión. Y después en la América que castellanos y portugueses declararon católica, apostólica y romana, sin entender que solo habían dado un nuevo giro de tuerca a la ruta del sincretismo religioso, vital y culinario.
El del cordero pascual era otra historia, o varias historias superpuestas. Llegada la pascua, el cordero está en el centro de todo. De la pascua judía y la cristiana, que al menos este año coinciden en fechas, y del ramadán, que acaba de empezar y se superpone, preludio de la gran fiesta del sacrificio, dos meses y diez días después del fin del ramadán. Para estos días, el cordero ha multiplicado su peso -18 o 20 kilos en canal- y afloran el incipiente sabor a sebo y lana que distinguen la carne del animal adulto. También se asan, pero añadiendo ajos, cebolla, especias y a menudo vino blanco para maquillar el resultado. También se asan las chuletillas al sarmiento, y en tierras del Ebro se guisan con verduras, dando lugar a suculentos chilindrones. Le he perdido la pista a los chilindrones aragoneses, riojanos y navarros; de repente me ha entrado una urgencia de temporada.
El tercer cordero se guardaba para celebrar el final de la cosecha, mediado el verano, con todos los que habían trabajado en la labor. A esas alturas del año era una oveja hecha y derecha. La sabiduría de las cocinas populares empujó sus carnes hacia el caldero, en el que se guisaba con todo lo que pudiera tapar su característico tufo chotuno: pimentón, especias, aguardientes o vinos con carácter, ajos, cebolla, pimientos… un triunfo más de la cocina del apaño.
El resto del año, las carnes del cordero, ya crecido, volaban a otros mercados. En el pueblo quedaban los cuellos y los rabos, para guisar con patatas, las mollejas, las asaduras, los riñones y las cabezas. Con el tiempo, aprendimos a cambiar los ritmos naturales; las ovejas parieron todos los días del año, las lechugas, los pimientos y los tomates brotaron en invierno, las escarolas y las coliflores en verano y el pollo pasó de ser un emblema del lujo a convertirse en la carne de los pobres.
Ignacio Medina7 – Caníbales, 22/03/23 – Lechazos, chilindrones y calderetas