Hablar de literatura gastronómica, de libros que se centran en la cocina o en las recetas, de ensayos que analizan el hecho alimentario y sus implicaciones culturales, sociales o estéticas no es algo que se pueda hacer en abstracto. No hablamos de un fenómeno aislado sino de una manifestación que se entremezcla con muchas otras, se difumina y pasa a ser parte de un todo cultural indisoluble.
En esta ocasión centramos nuestra atención en libros de cocina y gastronomía, pero eso nos lleva necesariamente a analizar sus causas, el origen de un fenómeno editorial en el que nos vemos inmersos en la actualidad. Ahí es donde nos encontramos con que la cocina es cada vez menos solo cocina. No solo cubre una función fisiológica sino que se socializa, nos ayuda a situarnos como individuos dentro de un esquema complejo y, de manera creciente, aporta elementos lúdicos, de reflexión o estéticos más allá del simple hecho alimentario. Comer no es solo alimentarse. Cocinar en la sociedad contemporánea es, menos que nunca, solo preparar alimentos. Esto es lo que, de algún modo, hemos intentado sintetizar en una muestra reducida de libros, de revistas, de textos y de imágenes. La cocina, como fenómeno cultural, tiene su faceta impresa, que es la que aquí centra nuestra atención. Pero esa faceta tiene una razón de ser, unos elementos que la definen y la condicionan y que, de algún modo, exigen ser explicados.
Simplificando —cualquier historia es en última instancia una simplificación—, podríamos decir que la cocina actual nace como una consecuencia más del mayo de 1968. Pero decirlo de esa manera sería dejar las cosas a medias. No es casual que sea en Francia y a comienzos de los años 70 del pasado siglo cuando la cocina se ve sometida a una primera revolución de carácter programático. Pero no se trata de un fenómeno que nazca de la nada, sino que hunde sus raíces últimas en cuestiones que venían de muy atrás y que de alguna manera, de la mano de los grandes cambios sociales de los siglos XIX y XX, había ido fraguando las condiciones para que una revolución de ese tipo fuese posible.
Una nueva cocina para una nueva sociedad
Buscando el origen de cuestiones que acabarán por cristalizar a finales del siglo XX es necesario remontarse a la Francia post-revolucionaria, a la desaparición del Ancien Regime y al nacimiento de un nuevo orden social. La cocina, hasta entonces una mera cuestión de subsistencia para muchos, salvo en aquellas contadas excepciones en las que el calendario imponía algún tipo de celebración, y restringida, en su faceta más elaborada, a una nobleza de muy escasa representatividad, pasa a ser ahora un símbolo más de las parcelas ganadas por una burguesía incipiente y por esas crecientes clases acomodadas que la sacan de su retiro palaciego para hacerla suya. Nace así el fenómeno del restaurante, más allá de la casa de comidas o de los alimentos ofrecidos hasta entonces en las paradas de postas.
La cocina profesional comienza poco a poco a convertirse entonces en un fenómeno extendido, en algo a lo que cada vez más sectores sociales tienen acceso y que, por lo tanto, tiene que adaptarse, dotarse de nuevas reglas y de nuevas fórmulas que le permitan sobrevivir en el contexto al que le toca hacerse. Aquella cocina palaciega que no necesitaba ser rentable, despreocupada por los recursos económicos y que, por lo tanto, podía permitirse todo tipo de extravagancias, se convierte de pronto en un negocio y, como tal, se ve supeditada a las reglas del mercado, a la rentabilidad y a la optimización de los recursos.
Es el momento en el que el restaurante contemporáneo cobra forma y en el que por primera vez algunos conocimientos culinarios se analizan más allá del simple recetario. No es casual que aparezca entonces la figura de Carême, uno de los primeros grandes nombres de la cocina post-revolucionaria, y que sea él quien proponga una primera sistematización que se convertirá, con el tiempo, en la base de la gran cocina francesa. En muchos aspectos Carême sigue siendo un cocinero del Antiguo Régimen, un artesano al servicio de casas reales y grandes banquetes de Estado, pero al mismo tiempo es capaz de entender la necesidad de proponer un orden, unas pautas que sirvan para regir esa nueva cocina profesional que se está forjando ante sus ojos.
Dando un salto temporal de unas cuantas décadas nos encontramos con el fenómeno de la restauración pública plenamente establecido y con una cocina francesa, basada por un lado en las diversas tradiciones regionales y por otra parte en la propuesta organizativa de Carême y sus continuadores, plenamente codificada. En ese contexto es en el que aparece la figura de Auguste Escoffier, quien en el cambio de siglo propone una actualización de las propuestas caremianas y, de algún modo, da lugar a un esquema de trabajo en la cocina del que todavía hoy continuamos siendo deudores.
Con Escoffier se acaba de codificar un sistema de relaciones sintagmáticas entre los diferentes elementos de un plato, una mecánica lógica de organización interna en la que producto principal, salsa y guarniciones se conciben como piezas combinables que, en pos de una optimización del trabajo en cocina, se estructuran de un modo tan efectivo que se impondrá en la actividad profesional a lo largo de todo el siglo XX.
De ese modo, con la actividad culinaria profesional plenamente conformada y con sus elementos de trabajo perfectamente codificados se entra en un siglo XX culturalmente convulso del que la cocina no permanecerá al margen. Es cierto que en muchos sentidos gran parte de las revoluciones a las que se verá sometido el sector cultural tardarán en llegar a los fogones y que, cuando lo hagan, lo harán casi siempre matizadas, al menos hasta épocas muy recientes, pero también es verdad que ya desde ese momento comenzará a haber intentos periódicos de entender la cocina como un fenómeno cultural más y, de algún modo, someterla a las peculiares normas de ese entorno.
Vanguardias retardadas
Marcel Duchamp y sus ready-made, esos objetos descontextualizados que por vez primera cuestionan los límites del arte y de la cultura entendidos como cuestiones elevadas, al margen de lo cotidiano, son un primer referente que conviene tener presente. La actividad artística deja de entenderse desde una óptica academicista y, de pronto, incluye objetos encontrados, manipulaciones conceptuales, provocaciones y preguntas. Las fronteras del arte se expanden y se difuminan mientras se cuestiona la diferencia entre artes mayores y artesanía. El arte es parte de una cultura global o no es, no puede ya ser algo aislado, destinado a una elite y con unos límites cerrados.
En la cultura del siglo XX, en la que los avances científicos y los cambios sociales demuestran que pocas cosas son inmutables, el arte aparece también como espacio para la investigación. En ese sentido, la diferenciación entre un mundo del arte, sagrado, y un mundo de la vida, profano, deja de tener sentido. Y si esto es así en el entorno artístico, ¿qué ocurre en otras esferas culturales?,
¿por qué no también en la cocina?, ¿qué razones harían, como apunta Michael Onfray, que no se pueda emplear el material alimentario en un proceso estético e incluso ético?
Como afirma Jean-Louis Flandrin «las evoluciones del gusto culinario están ligadas, en ocasiones de una manera muy estrecha, a las de los gustos literarios y estéticos». Pero en el siglo XX, el siglo de las vanguardias, se puede detectar un desfase importante en la evolución —y las revoluciones— de la cocina respecto a otras disciplinas artísticas. A la cocina las vanguardias acabaran llegando, aunque con retraso. Y no se deberá a que no existan intentos de aproximación entre vanguardia y gastronomía sino, probablemente, a una cuestión práctica: con la comida no se juega —o se juega menos que con otros materiales. Comer es, por definición, la experiencia estética que más se interioriza —de hecho, llegamos a incorporarla físicamente a nuestro propio yo— y resulta, por lo tanto, también la más arriesgada. Pero, por otro lado, las guerras del siglo XX y su impacto global impedirán una continuidad en la evolución gastronómica, marcada por largos periodos de carestía en los que, evidentemente, no se daban las condiciones para una evolución estética relacionada con el hecho alimentario.
En realidad, ya en el manifiesto Le cubisme culinaire, escrito por Apollinaire en 1913, se propugnaba una revolución alimentaria similar a la revolución plástica iniciada por Picasso respecto a la pintura clásica. El texto habla de un«arte interior», más espiritual que material, que no solo tenga como objetivo saciar el hambre. De hecho, el poeta afirmaba que «para probar estos nuevos platos es mejor no tener hambre», aludiendo a la primera cena que se había realizado de este tipo de comida y que incluía una ensalada de violetas frescas con limón, pescado de río cocido con una infusión de hojas de eucalipto, faux fillet saignant ahumado con tabaco, queso Reblochon al aroma de nuez moscada y otros platos semejantes. Toda una serie de propuestas culinarias que no nos suenan tan excepcionales salvo por la cuestión, nada menor, de que se remontan al año 1912.
Mucho más conocidas son las propuestas culinarias de los futuristas italianos, que dentro de su intensa actividad tras la cesura que supuso la I Guerra Mundial van a proponer una revolución gastronómica como parte de una revolución global, de su procura de un nuevo paradigma de modernidad, de corte autárquico, nacionalista y de tintes belicistas.
En su búsqueda de un arte global para una nueva sociedad, los banquetes futuristas proponían al comensal no como un simple receptor de propuestas culinarias sino como un actor, como un partícipe más en un acto cultural, un intérprete activo más que un receptor pasivo que también de ese modo rompía con la tradición cultural precedente y se instalaba de lleno en una nueva realidad.
En el manifiesto se puede leer «con nosotros, los futuristas, nace la primera cocina humana o, dicho de otro modo, el arte de alimentarse. Como todas las artes, excluye el plagio y exige la originalidad». Marinetti ansiaba «que todos tengan la impresión de comer obras de arte», para lo que propugnaba la participación de los cinco sentidos, además de la incorporación del conocimiento científico y la integración de las nuevas tecnologías en la tarea creativa.
A la hora de la verdad, es decir, de comer, esto se plasmaba en desviaciones conscientes de la norma clásica, provocaciones y propuestas radicales, combinaciones dulce/salado (plátano con anchoas), de carne y pescado (truchas con hígado de ternera) o helados salados (de nata con cebolla). Las recetas o fórmulas, como los futuristas las denominaban, combinaban la presencia de los platos cocinados con superficies de diversas formas y texturas que habían de ser tocadas mientras se comía, o vaporizaciones simultáneas de aromas y combinaciones sonoro-musicales. Todo esto seguramente les sonará a los clientes de los restaurantes más creativos de la actualidad. También les resultaría familiar comprobar cómo con los platos se inventaban neologismos (carneplástico), trompe-l’oeil o incluso que se preconizase la presencia del humor en los banquetes a través de monólogos, piezas teatrales o acciones provocadoras. Más allá del valor culinario de muchas de estas propuestas encontramos aquí, por primera vez, una estética de la participación, un ambiente happening, que está introduciendo nuevos elementos en el debate.
Y así, a través de propuestas de mayor o menor calado que por diversas circunstancias —y las dos guerras mundiales no son las menos importantes entre ellas— no cuajan, se llega a mediados del siglo XX, un momento clave que va a suponer toda una serie de cambios, asociados a la recuperación económica tras la última gran guerra, destinados a dar forma a toda una serie de fenómenos, algunos culinarios, que estallarán en las décadas siguientes.
La democracia cultural y la cocina
El final de la II Guerra Mundial marca un antes y un después en casi todos los ámbitos, también en el cultural. En ese momento, con la gradual recuperación de los últimos años 40 y los primeros 50, el relativismo, que ya había tenido sus momentos de gloria con anterioridad, se hace fuerte en la mentalidad cultural europea. El pensamiento monolítico empieza a quedar relegado y eso permite que en Francia, por ejemplo, convivan un humanismo cristiano de enorme influencia y un existencialismo que se sitúa prácticamente en sus antípodas. Y entre ambos se abre un abanico creciente de propuestas diversas que están dando lugar a un nuevo panorama, a un terreno fértil en el que germinarán toda una serie de proposiciones que acabarán por dar forma a fenómenos fundamentales en el último tercio del siglo XX.
Hay dos factores clave en este proceso que, de una manera directa, afectarán también al entorno de la cocina. El primero de ellos es el cambio de paradigma cultural que se vive a partir de mediados de siglo. Con la llegada de André Malraux al Ministerio de Cultura francés empieza una época de revisión de conceptos culturales que, de algún modo, conducirá a la democratización de la cultura. El fenómeno cultural empieza a concebirse como algo que no ha de quedar limitado al consumo de una minoría, sino como un producto que la sociedad pone al servicio de todos sus componentes.
En relación con esto, toda una serie de fenómenos que anteriormente no se consideraban cultura con mayúsculas pasan a formar parte de esa nueva esfera. De alguna manera las barreras entre high-cult y low-cult, por emplear la terminología de moda en aquel momento, se difuminan y el arte popular, el trabajo artesano y manifestaciones consideradas hasta entonces menores (tradición oral, teatro de calle, etc.) empiezan a cobrar verdadera dimensión cultural. La cocina, dentro de esa revolución, pasa también de ser una actividad casi gremial, la ocupación de un sector artesano, a poder ser entendida desde otra óptica.
Al mismo tiempo, cuestiones que estaban ya ahí pero a las que no se les prestaba demasiada atención, empiezan a cobrar verdadera significación. Y entre ellas está, sin ir más lejos, la de las cocinas regionales, sobre la cual, Maurice Edmond Saillant «Curnonsky» (1872-1956) —el aclamado principe de los gastrónomos— había ya trabajado mucho, que vuelven a valorarse en su justa medida y a reivindicarse como un referente de primera magnitud de cara a la evolución gastronómica. No es casual que French Provincial Cooking, de Elizabeth David, se publique en el Reino Unido en 1960, como tampoco lo es que se convierta de inmediato en un clásico llamado a renovar la cocina británica. Y tampoco es extraño que la producción literaria de Raymond Oliver demuestre, en esa primera mitad de los años 60, una atención creciente a la diversidad regional de la cocina francesa. Algo había cambiado en el panorama cultural y libros como los mencionados son, simplemente, un primer reflejo de ese cambio que se va extendiendo por Europa.
Es así como se llega a mayo de 1968, el momento en el que todos esos elementos que se venían fraguando en los años anteriores se condensan y toman forma en proclamas como «Prohibido prohibir» o «La imaginación al poder». La sensación de libertad absoluta llega a la esfera del pensamiento y a la creación cultural… también a la cocina.
De ese modo, apenas cuatro años más tarde aparece el decálogo de la Nouvelle Cuisine en la revista Gault-Millau. Y aquí si que nos encontramos ante el gran hito en la historia de la cocina del siglo XX. Se huye de lo pretencioso, se vuelve la mirada al mercado, a lo estacional, se respeta al máximo el producto, se reivindica la cocina tradicional en detrimento de los grandes clásicos de la alta cocina parisina, se da vía libre a las aportaciones de otras cocinas (es decir, de otras culturas), se subraya la importancia de la técnica… Más que un decálogo culinario parece, si lo analizamos fuera de su contexto original, un resumen de las aportaciones de la nueva concepción de cultura que se había ido forjando a lo largo de los años 50 y 60.
Toni Massanés Jorge Guitián, Libertad en los fogones, Fundación Alicia