Durante este último año he tenido la suerte de coincidir en dos ocasiones con Asun Ibarrondo, fundadora, jefa de sala y musa del restaurante Boroa de Amorebieta. Aquellos de ustedes que tengan la suerte de conocerla personalmente o hayan visitado su comedor comprenderán que sufriera yo una especie de síndrome de Stendhal agudo al conversar con ella. Asun no es únicamente un referente de la cocina vasca de las últimas décadas o del servicio de sala llevado a la excelencia, sino que encarna la misma esencia del trabajo femenino en gastronomía. Hablando con ella resulta fácil imaginar, siglo arriba o siglo abajo, a tantas otras mujeres –seguro que igual de majestuosas y cabales– que hicieron de un restorán su reino particular, rigiendo con acierto el timón de locales tan míticos como El Antiguo, El Amparo, Retolaza, Luciano, Garmendia, Dos Hermanas o Guria.
Aquellos que sólo ven un guiño folklórico en las camareras que quedan vestidas a lo aldeano (blusa, corpiño y delantal) olvidan que así, orgullosa y profesionalmente uniformadas, conquistaron el éxito y la independencia económica muchas mujeres vascas a partir de mediados del siglo XIX. Hoy en día una comida servida exclusivamente por féminas no llama la atención, pero sí que resultó una estampa peculiar para los viajeros de hace 100 años. Numerosas tabernas, fondas y hasta restaurantes de alto copete de Bilbao o Vitoria eran atendidos (también regentados) por mujeres, mientras que en otras zonas de España la norma era el servicio masculino o, directamente, la vinculación del oficio de camarera con una moralidad sospechosa o al menos ligera.
Manifestación de feminismo
La abrumadora presencia femenina en la antigua hostelería vasca debería ser objeto de estudio. En 1930, por ejemplo, la revista ilustrada Crónica dedicó un reportaje a los tradicionales chacolíes bilbaínos y tildó a sus clásicas camareras nada menos que de «manifestación del feminismo». Según decía el texto, nadie molestaba a aquellas guapas mocetonas que traían y llevaban cazuelas de bacalao, mucho menos con atrevimientos indecorosos. «Aquí se viene a comer y todo lo demás es accesorio; sin embargo, el servicio no lograría ningún éxito depositado en manos varoniles». Dos años antes, el 13 de noviembre de 1928, Jacinto Miquelarena hablaba en la revista Estampa sobre los restaurantes vascos y sus típicas camareras, que tomaban la comanda mencionando «siempre el producto en diminutivo: angulitas, persebitos, sesitos, chuletitas, pimientitos… y todo con estilito».
Sin sentarse a la mesa
Que muchas mujeres de entonces optaran por ser hosteleras, cocineras o mozas de comedor tiene mucho que ver, primero, con que eran trabajos honrados que no requerían estudios; segundo, con que eran labores relacionadas con los trabajos o saberes domésticos que toda mujer debía saber desempeñar. Resulta curioso descubrir que incluso en su propia casa las antiguas etxekoandres también ejercían de camareras, sirviendo a los demás sin sentarse a la mesa. El antropólogo Telesforo Aranzadi (1860-1945) mencionó de pasada esta cuestión, como si fuera la excepción a la regla, en un trabajo publicado por la Revista Internacional de Estudios vascos en 1908. Había visto que en el valle del Roncal las amas de casa no se sentaban con los invitados sino que sólo aparecían al final de la comida, para comprobar si todo había estado bien. Lo que él creyó una anomalía resultó ser no tanto como la regla, pero sí habitual. Aranzadi tuvo que escribir un ‘Post-scriptum a los problemas de etnografía de los vascos’ sobre la comensalidad femenina con las pruebas que otros estudiosos le habían mandado acerca de la falta de mujeres en las mesas, especialmente en banquetes o cuando había invitados. Le mandaron testimonios de San Juan de Luz, Beasain, Segura, Azpetia y otros lugares en los que lo normal era que abuela, madre e hijas comieran de pie o aparte y se dedicaran a servir a los demás. Normal que luego supieran hacerlo tan bien.
Ana Vega Pérez de Arlucea, Mujeres al borde de la mesa, El Correo, 30/04/20